Acercándose las entrañables fechas de la Navidad le envuelve a uno la nostalgia y el recuerdo de cuando les contaba a mis hijos de viva voz cuentos que me inventaba, y será por eso que me ha venido a la mente un pequeño medio cuento que no sé dónde oí alguna vez. En tiempos de Sacro Imperio Romano Germánico, allá por el mil ciento y algo después de nuestro señor Jesucristo, los tiempos eran duros en la región de Umbría, por la Italia central. El clima no era muy propicio, con veranos secos e inviernos fríos y áridos. Aunque el valle era muy verde en primavera, los secos veranos hacían que las cosechas fueran escasas. En los pueblos había lo justo para comer, pero un incipiente comercio entre esos pueblos comenzaba a dar esperanza a las gentes de aquellos lugares. La Navidad estaba próxima y una comedida alegría flotaba en el ambiente. Sin embargo, en la montaña las condiciones eran peores, más duras, tanto para las gentes como para los animales. La escasez de comida era más evidente y en los pueblos nadie se preocupaba de eso. En una de las montañas junto a uno de los pueblos más principales de la región, vivía una pareja de lobos jóvenes que no hacía muchos meses había tenido una camada de dos lobeznos. Al contrario de otras zonas, los lobos allí no hibernan, sino que con su más abultado pelaje se enfrentan al crudo invierno. Cómo la comida escaseaba, los papás lobo andaban muy preocupados y cada vez habían de recorrer más terreno para encontrar algo de comer. Al papá lobo hacía tiempo que le llamaba la atención los olores que provenían del pueblo que había más abajo de la montaña. Aquello olía a cantidades de diferentes alimentos y estaba relativamente cerca y asequible. Así que comentó su idea de acercarse a ese pueblo a ver qué podía conseguir con otros animales y los duendes del bosque, y todos le decían que aquello era muy mala idea, que ningún animal que se había atrevido a ir al pueblo de los hombres había vuelto con vida y menos aún un lobo. Cuando los hombres veían un lobo se volvían locos y se juntaban en cientos haciendo un ruido enorme hasta darle caza y matarlo. Sería mejor que desistiera de su idea. Pero el invierno se acercaba duro y sus cachorros estaban creciendo rápido. No dejaba de pensar "tengo que ir, para alimentar a mi familia". Así pues, una tarde ya de anochecida, se dirigió decidido, tranquilo, pero sin pausa hacia el pueblo de los hombres. A medida que se acercaba, los olores, las luces y los ruidos eran cada vez más fuertes. Sobre todo, los olores. Se mezclaban olores de gallinas, conejos, corderos, vacas y ese desagradable olor rancio de humanos. Era todo embriagador, pero solo pensaba mientras se acercaba en que allí había comida. Pese al ruido y algarabía de los hombres, mujeres y niños del pueblo no muy lejanos, y que el lobo no había conocido antes, se acercó sigilosamente por la trasera de un establo de las afueras del pueblo, como una sombra sin que nada ni nadie se percatara de su presencia. Con el olfato identificó en el establo dos o tres corderillos, un asno y una vaca. Cuando acechaba a uno de los corderos que casi tenía al alcance, casi por instinto el asno y la vaca, que no era tal sino un buey, notaron algo extraño e invadidos por el miedo empezaron a patear, mugir y rebuznar. Al instante apareció la luz de varias antorchas y un grupo de niños y jóvenes. El silencio lo inundó todo, la escena al completo se quedó congelada y todos entrecruzaban miradas sin mover un músculo. De pronto uno de los niños recién llegados, con el miedo en el cuerpo gritó: - " ¡Un lobo! " Pero cuando aún no había acabado de gritar otro de los jóvenes del grupo, se adelantó un paso y gritó más fuerte: - " ¡Silencio! " De nuevo la escena se congeló, y animales y hombres sorprendidos no osaban moverse. Sólo el joven que cayó a todos comenzó lentamente a agacharse para ponerse a la altura del lobo y mientras se metía una mano en el bolsillo, comenzó a decir: - “¿Qué haces aquí hermano lobo? Tienes hambre y están las cosas difíciles por la montaña ¿Verdad?”. Nadie de los presentes entendía nada, salvo el lobo que para su sorpresa entendía perfectamente lo que le estaba diciendo aquel humano como si fuera otro lobo el que le estuviera hablando. El joven sacó un trozo grande de queso de su bolsillo y se lo acercó al lobo diciendo: - "Toma este pedazo de queso para saciar tu hambre y no temas que nadie te va a hacer nada" El lobo hizo caso y se acercó a su vez sumiso mirando al joven perplejo pero tranquilo. Tomó el queso y lo comió de su mano poco a poco mientras seguía escuchando lo que el joven con voz suave le seguía diciendo. Nada ni nadie interrumpió aquel diálogo, mientras el joven le decía al lobo que, aunque lo entendía no debía haberse acercado al pueblo, que debía ser un responsable padre de familia y cuidar de sus dos hijos allá en la montaña, y que por muy mal dadas que vinieran las cosas que no se preocupara porque Dios siempre cuida de todas sus criaturas, y a la vuelta a su madriguera encontraría comida suficiente, y que llegaría a ser un lobo viejo que habría cuidado de muchas camadas en su vida. Después de la breve plática, el joven despidió al lobo, que había dado cuenta del queso, diciendo: - " Bueno hermano lobo, puedes marchar tranquilo y volveremos a vernos en la montaña. ¡Ah! y recuerda que Dios cuida de todas sus criaturas, ve con Él ". Y el lobo se retiró despacio, no sin volverse un par de veces a mirar al joven como despidiéndose de él. Hay que decir que, efectivamente, todo lo que el joven le dijo al lobo se cumplió. Mientras volvía a su madriguera encontró con facilidad varios conejos muertos o enfermos. Una epidemia de mixomatosis estaba afectando a la sobrepoblación de conejos en la zona y aseguró el alimento de lobos y otros animales aquel año. Y nuestro lobo en verdad fue el más longevo que se conoció en la zona y se volvió a encontrar más veces con el joven. También hay que decir que el dicho joven era Giovanni, hijo de Pietro Bernardone, un comerciante de telas del pueblo bien respetado. Giovanni era conocido y respetado por su bondad y afición a las cosas de la iglesia. De hecho, cuando aconteció el encuentro con el lobo, Giovanni estaba organizando uno de los primeros Pesebres vivientes que se representarían en las fiestas de Navidad en el pueblo. Por ser de la familia que era, acostumbraba a acompañar a su padre en sus viajes a Francia para tratar con las telas, y luego el volvía hablando maravillas de Francia y sus aventuras. Por eso en el pueblo más que por su nombre le conocían por "el Francesito" o mejor en italiano "il Francesco".
Con el devenir del tiempo y ya de joven adulto, Francesco participó en las primeras cruzadas y en las guerras de aquellos tiempos convulsos entre Güelfos y Gibelinos, hasta que bien pronto se percató de las injusticias y miserias de la guerra y abandonándolo todo, incluso las riquezas de su familia, se volvió a su pueblo y se convirtió en monje mendicante, que vivía de la caridad y de lo que trabajaba para quien se lo pidiera. Siempre fue muy respetado y nunca estaba sólo, porque gentes de muchos lugares se le unieron para vivir como él y aprender de lo que enseñaba, y ello se propagó por todo el mundo. Pero, aunque viajo mucho, siempre volvía a su pueblo y era frecuente verle paseando por caminos y montes hablando con los pájaros y acompañado por un lobo. ¡Ah! Se me olvidaba decir que el pueblo de Francesco se llamaba, y se llama, Asís, y que a él después de su muerte se le conoce como San Francisco de Asís, y así, con este lance del hermano lobo que he relatado, fue como me contaron que se dio cuenta de que podía hablar con todas las criaturas de Dios.